El precio de un disparo

La violencia armada que sufren los latinos en Estados Unidos ha aumentado. Los sobrevivientes deben atravesar un arduo camino que incluye elevados costos médicos y dificultade

Diego López muestra sus manos. El dedo que le falta en la izquierda lo perdió por un balazo. (Aníbal Martel para palabra)

Diego López muestra sus manos. El dedo que le falta en la izquierda lo perdió por un balazo. (Aníbal Martel para palabra)

Este reportaje se ha publicado en conjunto con palabra. El proyecto ha contado con fondos de la organización sin fines de lucro Economic Hardship Reporting Project y The Commonwealth Fund.

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La primera vez que Diego López recibió un disparo corrían los años noventa. La chaqueta de cuero que llevaba amortiguó el impacto de la bala y lo protegió de una posible perforación. Aunque acudió al hospital, renunció a la asistencia médica por temor a que la policía pudiera interrogarlo. En aquella época estaba tan delgado que pudo escapar por una ventana de la unidad de urgencias.

Aunque era tan solo un adolescente, López pertenecía a los Latin Kings, una pandilla callejera que protagonizó algunos de los enfrentamientos entre pandillas más sangrientos de Hartford, Connecticut.

Una vez que escapó del hospital, el joven trató de evadir a la policía, pero los agentes se presentaron en su casa semanas después. Aquel día, no fue detenido ni se presentaron cargos en su contra pero, con el tiempo, acabó cumpliendo 16 años de cárcel por venta de drogas y robo de vehículos.

Ahora, con 50 años, tiene nueve cicatrices de bala y un dedo menos tras haber sobrevivido a cuatro tiroteos: dos de adolescente y dos de adulto.

López muestra sus cicatrices, huellas de heridas de balas sufridas durante enfrentamientos violentos. (Aníbal Martel para palabra)

“Tengo operaciones por todo el cuerpo por las heridas de bala”, dice López.

En la actualidad, sigue tratando de procesar cómo una vida de dificultades y carencias ― el crecer en un hogar fracturado por la ausencia de la figura paterna, la exposición a repetidos episodios de violencia doméstica y traumas intergeneracionales― le llevaron por ese camino.

Los latinos son afectados especialmente por la violencia armada, en especial los hombres jóvenes. Entre 2014 y 2020, el número de hispanos asesinados por armas de fuego aumentó un 66%, mientras que, a nivel nacional, las muertes por armas de fuego aumentaron un 34%, de acuerdo a Giffords, una organización que trabaja para poner fin a la violencia armada en Estados Unidos.

Otras organizaciones afirman lo mismo que Giffords. La tasa de homicidios sufridos por hispanos en Estados Unidos fue más alta que la tasa que corresponde a los blancos en 2021, según el Violence Policy Center (Centro de Políticas sobre la Violencia). Casi 75.000 hispanos fueron asesinados por armas de fuego entre 2001 y 2021, una realidad causada principalmente por la violencia interpersonal, no por tiroteos masivos. De esos 75.000, 47.119 fueron víctimas de homicidios con armas de fuego y 23.686 fueron suicidios con armas de fuego, mientras que 1.184 murieron de manera no deliberada en tiroteos. Entre 2020 y 2021, los latinos experimentaron un aumento del 14% en suicidios con armas de fuego, en comparación con un aumento del 7% entre los individuos blancos.

Sin embargo, poco se sabe del impacto concreto que la violencia asociada a las armas de fuego tiene en la salud y en la vida económica de los latinoss a nivel individual y comunitario. A pesar de la falta de datos oficiales para evaluar dicho alcance, las organizaciones locales y sin fines de lucro poseen conocimientos sobre el territorio que resultan esenciales para comprender en mayor detalle la magnitud del problema.

Desde hace tiempo, López ya no tiene más problemas legales y trabaja con su comunidad a través de COMPASS Youth Collaborative (Colaboración Juvenil COMPASS), una organización sin ánimo de lucro situada en Hartford –– la misma que salió a su rescate hace 13 años ––. Esta oportunidad de trabajar con jóvenes en situaciones similares a la que López había vivido le sirvió para reparar el daño que había causado a su comunidad.

López actualmente se desempeña como trabajador social en COMPASS Youth Collaborative (Colaboración Juvenil COMPASS) que ayuda a otras personas de la comunidad de Hartford, Connecticut. (Aníbal Martel para palabra)

La organización ofrece asistencia a unos 230 de los cerca de 800 niños y jóvenes de la ciudad que han estado encarcelados o se han enfrentando al sistema judicial –– en su mayoría, procedentes de barrios con mayoría de personas de color –– y que se encuentran a la deriva como resultado de su exposición a la violencia armada. De los jóvenes que forman parte del programa, el 69% aseguró haber perdido a un familiar o amigo por este tipo de violencia.

En las ciudades, los homicidios con armas de fuego afectan mayoritariamente a jóvenes negros y latinos de barrios históricamente desfavorecidos, según Everytown for Gun Safety, la mayor organización de prevención de la violencia armada de Estados Unidos.

Día y noche, López sale a las calles de los barrios más peligrosos de Hartford en busca de jóvenes que estén viviendo la violencia de cerca. Algunos van armados y otros sufren violencia doméstica. Para muchos, una mala decisión o un estilo de vida peligroso puede llevarles a la cárcel o costarles la vida.

Como constructor de paz (peacebuilder en inglés) para COMPASS, el objetivo de López es instaurar relaciones que mejoren las vidas de estos jóvenes, además de reclutarlos para el programa de cuatro años dirigido por la organización. La iniciativa ofrece acceso a asistencia médica, a servicios especializados en salud mental, así como un camino hacia la educación y un futuro empleo.

Los tatuajes de López son un homenaje a su cultura y conmemoran a seres queridos fallecidos. (Aníbal Martel para palabra)

“Los jóvenes están realmente en modo de supervivencia, y nuestro deseo es trabajar con ellos para rebajar la tensión y mostrarles un camino diferente”, afirma Jacqueline Santiago Nazario, directora general de la organización. “Creo que la violencia es un problema de salud pública, al igual que la pobreza”.

La mitad de la plantilla de COMPASS es latina. Así, se garantiza una comunicación fluida con los jóvenes, ya que algunos son inmigrantes latinoamericanos. Los constructores de paz se presentan en los hospitales locales para acompañar a pie de cama a los jóvenes afectados por la violencia armada, atender sus necesidades y evitar actos de venganza o represalias que agraven el ciclo de la violencia –– una ayuda y orientación que López nunca recibió de adolescente ––.

Inicialmente, los sobrevivientes y jóvenes tienden a mantener las distancias y son reacios a hablar, ya sea con López como con otros miembros del personal y voluntarios de COMPASS. Ganarse la confianza de estos jóvenes suele llevar unos tres meses. Sin embargo, a veces, algo tan urgente como curar una herida o prevenir infecciones no puede esperar. En estas situaciones, los constructores de paz tienen que ser persuasivos e incansables.

“Uno tiende a pensar que no necesita tratamiento médico”, advierte López a los jóvenes. Dice que, de los sobrevivientes que sí solicitan atención médica, un gran número se salta las citas de seguimiento “por ignorancia”.

“Hemos tenido casos de individuos a quienes se les caían las balas de las piernas, ya sabes, en la ducha… y no tienen ni idea de qué hacer”, añade Santiago Nazario.

López apoya a jóvenes de la comunidad de Hartford como mentor de construcción de paz del COMPASS Youth Collaborative. (Foto cortesía COMPASS Youth)

Es aquí donde las experiencias vividas por López aportan enseñanzas cruciales para sus alumnos. Y es que él conoce de primera mano la importancia de tener un seguro médico y de acceder a los cuidados adecuados –– una realidad que fue más evidente la cuarta vez que le dispararon ––. Además de tener que someterse a una intervención quirúrgica intestinal, le amputaron un dedo. Tras recibir el alta hospitalaria, una enfermera acudió a su domicilio para limpiarle las heridas y enseñarle cómo realizar vendajes con gasas. Poco después, estos cuidados fueron delegados tanto a él como a su familia, una situación que no le sentó bien. “No hay un verdadero cuidado en eso”, asegura.

“(Las enfermeras) vienen si hay que curar alguna herida, ¿no? Pero, aunque vengan una vez por semana, el resto de la semana tienes que hacerlo tú, por ti mismo, con tu familia. Así que, si tienes más secreciones y se supone que necesitas cambiarte, tienes que hacerlo tú mismo”, añade.

En la actualidad, mediante una alianza con UConn Health, el proveedor de cuidados de la Universidad de Connecticut, COMPASS Youth Collaborative facilita servicios a domicilio a individuos que no pueden permitirse más tratamientos hospitalarios. Gracias a este programa, un joven cuya familia atraviesa problemas económicos, carece de seguro y suministros médicos, recibe la atención adecuada para limpiar sus heridas de manera segura.

“Se trata de la necesidad humana más básica para alguien que ha recibido un disparo: mantener las heridas limpias para evitar que se infecten”, dice López.

El programa de atención sanitaria de COMPASS Youth Collaborative también cubre las necesidades de salud mental de los sobrevivientes, poniendo a disposición de estos un equipo de trabajadores sociales. Mediante un modelo de terapia cognitivo conductual, los jóvenes pueden examinar la relación que existe entre sus pensamientos, sus emociones y sus acciones con el fin de reconocer sus detonantes emocionales, autorregularse y abordar el trauma acumulado. Santiago Nazario explica que, durante los cuatro años que dura el programa, el 80% de los jóvenes muestran mejoras en sus vidas.

López usa su propia experiencia para ayudar a jóvenes a afrontar situaciones difíciles. (Aníbal Martel para palabra)

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El precio de la violencia armada

 

El costo económico de la violencia armada puede ser astronómico. Las intervenciones quirúrgicas, a las que López se sometió tras recibir el cuarto disparo, le costaron a su seguro cerca de $100.000. Aun así, él tuvo que abonar un copago que lo puso en una situación económica comprometida.

Aunque los costos médicos varían según el tipo de lesión y la duración del tratamiento, Santiago Nazario explica que ha visto facturas que ascienden o superan los $200.000.

“El dinero se convierte en una barrera para la salud mental y física en nuestra comunidad latina, y es desgarrador”, dice Santiago Nazario.

Según una encuesta de alcance nacional de 2022, el 40% de los sobrevivientes de violencia armada necesitaron ayuda económica para solventar los gastos médicos, y el 25% requirió dicha ayuda para recibir atención médica domiciliaria. Según un estudio de 2017, los pacientes que acudieron a urgencias con heridas de bala recibieron facturas que ascendieron, en promedio, a $5.254 al año; para los pacientes hospitalizados, los gastos ascendieron a una media de $95.887 . Sin embargo, los gastos no terminan aquí. Durante el primer año después de una herida de bala, el costo médico aumenta en unos $30.000, cuatro veces más que el de los pacientes que no presentan este tipo de lesiones.

Para quienes pierden a un familiar por la violencia armada, las consecuencias se propagan más allá del trágico suceso y del impacto emocional. Los familiares se enfrentan a los gastos funerarios y de cremación, a la posible pérdida o disminución de ingresos familiares y a la consecuente falta de solvencia económica para recibir tratamiento psicológico.

Esta realidad se precipitó hace 45 años sobre la familia Rodrigues, después de que su hijo, David Rodrigues, de 27 años, recibiera un disparo de un conductor enfurecido en Paradise Valley, Arizona. David quedó tetrapléjico y su primera esposa lo abandonó, cuenta Helen Rodrigues, la hermana de este. Dieciséis años después, David se suicidó.

El incidente sacudió todas las facetas de la vida de esa familia. Su hermana, que en aquel momento se encontraba en la universidad, abandonó sus estudios vocacionales en marketing y ventas por una carrera en trabajo social para ayudar a las personas discapacitadas. Los padres de David dedicaron casi nueve meses a acompañarlo en la unidad de cuidados intensivos del hospital, antes de que fuera trasladado a un centro de rehabilitación.

“Fuimos muy afortunados. David trabajaba en un hospital como terapeuta respiratorio, así que tenía seguro médico”, dice Helen.

Aun así, el seguro solo asumió el 80% de las facturas médicas, las cuales superaron el millón de dólares. Con una discapacidad y una enorme carga económica a sus espaldas, David perdió el trabajo y su casa, y acabó mudándose al hogar de sus padres en California.

“Mis padres tuvieron que renunciar a toda su vida para cuidar de su hijo adulto discapacitado”, dice Helen.

David Rodrigues en su silla de ruedas. (Foto cortesía de Helen Rodrigues)

El padre de David, que rozaba la edad de jubilación cuando su hijo recibió el disparo, se vio obligado a aumentar el ritmo de trabajo para cubrir las deudas médicas pendientes, para comprar una furgoneta y para construir una rampa. Con el tiempo, David recibió prestaciones por discapacidad y se inscribió en un programa de asistencia médica financiado por fondos públicos. En aquella época, sin embargo, el programa no cubría servicios de salud mental, cuenta Helen. Y ni ella ni sus padres disponían de los recursos económicos para financiar un tratamiento de este tipo sin pasar penurias. Así que la familia al completo tuvo que lidiar como pudo con las secuelas de un trauma no resuelto.

“Todos necesitábamos ayuda psicológica porque no hablábamos de ello y nuestras vidas eran muy diferentes (luego de la tragedia)”, dice Helen. “Nos quedamos completamente solos. No había organizaciones comunitarias. No había (fondos de) compensación para las víctimas. No había nada parecido en aquella época”.

Helen lleva años trabajando como voluntaria en la Red de Supervivientes de Everytown. Y, cuando echa la vista atrás, se pregunta cuán diferente hubiera sido el destino de su familia de haber contado con el apoyo y los recursos que las organizaciones sin fines de lucro y comunitarias ofrecen hoy en día, en particular en lo referido a los tratamientos en salud mental.

“Tal vez mi hermano no se hubiera suicidado después de 16 años. Mi madre murió de cáncer de páncreas a los 63, ocho años después de que a David lo dispararan, ¿sabes? ¿Habría tenido mi madre una vida más larga si no hubiera experimentado este grado de estrés?”.

El hecho de que la familia Rodrigues y Diego López sufrieran el impacto de la violencia interpersonal –– en lugar de la de un tiroteo masivo –– limita el tipo de ayuda y asistencia federal a la que tienen derecho. Además, el acceso a fondos estatales de compensación para las víctimas a menudo requiere que los supervivientes cooperen con las fuerzas del orden, y el proceso de solicitud es engorroso. Aquí es donde las organizaciones sin ánimo de lucro y las comunitarias pueden intervenir para proporcionar una asistencia crítica y facilitar el proceso de solicitud.

“(Los familiares de las víctimas) tienen que rellenar 12 páginas de documentos para recibir $6.000 para gastos funerarios”, explica Abigail Hurst, directora de programas de trauma de Everytown for Gun Safety. “Esto es un obstáculo de cara a su sanación”.

Los expertos también advierten que las dinámicas culturales y los sistemas de creencias entre los latinos pueden suponer barreras adicionales para buscar la ayuda que necesitan. El estigma asociado a los tratamientos de salud mental es un poderoso silenciador, especialmente cuando se ha producido un suicidio en la familia. Los individuos que lidian con problemas de salud mental a menudo evitan acudir a un psicoterapeuta, así como rehúsan cualquier diagnóstico médico y posibles tratamientos por temor a lo que otros puedan pensar.

David y Helen Rodrigues de niños. (Foto cortesía de Helen Rodrigues)

“Nosotros (los latinos) no estamos culturalmente preparados para buscar esos servicios (de salud mental)”, afirma Silvia Villarreal, directora de traducción de investigaciones del Centro de Soluciones para la Violencia Armada de la Universidad Johns Hopkins en Maryland.

Otros factores que hacen que los latinos sean menos propensos a pedir ayuda, según ella, son las barreras lingüísticas y la falta de confianza en las instituciones gubernamentales y en las fuerzas del orden, como resultado de las políticas antimigratorias y del racismo sistémico, dos factores que provocan traumas intergeneracionales, asegura ella.

Villarreal aboga por la ejecución de campañas educativas que contribuyan a desestigmatizar los tratamientos de salud mental entre los latinos, al tiempo que recomienda guardar de forma segura las armas en las viviendas, ya que así se minimizarán los riesgos de accidentes y tragedias.


El apoyo a la cobertura de WHYY sobre cuestiones de equidad en salud proviene de la Commonwealth Fund

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